martes, 23 de julio de 2013

Estrella distante (Fragmento) - Roberto Bolaño



Al principio me molestó no recibir más cartas de Bibiano pero luego, teniendo en cuenta que yo rara vez le contestaba, me pareció normal y no le guardé rencor.

Años después supe una historia que me hubiera gustado contarle a Bibiano, aunque por entonces ya no sabía a dónde escribirle. Es la historia de Petra y de alguna manera es a Soto lo que la historia del doble de Juan Stein es a nuestro Juan Stein. La historia de Petra la debería contar como un cuento: Érase una vez un niño pobre de Chile... El niño se llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de uno lo recordará, y le gustaba jugar y subirse a los árboles y a los postes de alta tensión. Un día se subió a uno de estos postes y recibió una descarga tan fuerte que perdió los dos brazos. Se los tuvieron que amputar casi hasta la altura de los hombros. Así que Lorenzo creció en Chile y sin brazos, lo que de por sí hacía su situación bastante desventajosa, pero encima creció en el Chile de Pinochet, lo que convertía cualquier situación desventajosa en desesperada, pero esto no era todo, pues pronto descubrió que era homosexual, lo que convertía la situación desesperada en inconcebible e inenarrable.


Con todos esos condicionantes no fue raro que Lorenzo se hiciera artista. (¿Qué otra cosa podía ser?) Pero es difícil ser artista en el Tercer Mundo si uno es pobre, no tiene brazos y encima es marica. Así que Lorenzo se dedicó por un tiempo a hacer otras cosas. Estudiaba y aprendía. Cantaba en las calles. Y se enamoraba, pues era un romántico impenitente. Sus desilusiones (para no hablar de humillaciones, desprecios, ninguneos) fueron terribles y un día —día marcado con piedra blanca- decidió suicidarse. Una tarde de verano particularmente triste, cuando el sol se ocultaba en el océano Pacífico, Lorenzo saltó al mar desde una roca usada exclusivamente por suicidas (y que no falta en cada trozo de litoral chileno que se precie). Se hundió como una piedra, con los ojos abiertos y vio el agua cada vez más negra y las burbujas que salían de sus labios y luego, con un movimiento de piernas involuntario, salió a flote. Las olas no le dejaron ver la playa, sólo las rocas y a lo lejos los mástiles de unas embarcaciones de recreo o de pesca. Después volvió a hundirse. Tampoco en esta ocasión cerró los ojos: movió la cabeza con calma (calma de anestesiado) y buscó con la mirada algo, lo que fuera, pero que fuera hermoso, para retenerlo en el instante final. Pero la negrura velaba cualquier objeto que bajara con él hacia las profundidades y nada vio. Su vida entonces, tal cual enseña la leyenda, desfiló por delante de sus ojos como una película. Algunos trozos eran en blanco y negro y otros a colores. El amor de su pobre madre, el orgullo de su pobre madre, las fatigas de su pobre madre abrazándolo por la noche cuando todo en las poblaciones pobres de Chile parece pender de un hilo (en blanco y negro), los temblores, las noches en que se orinaba en la cama, los hospitales, las miradas, el zoológico de las miradas (a colores), los amigos que comparten lo poco que tienen, la música que nos consuela, la marihuana, la belleza revelada en sitios inverosímiles (en blanco y negro), el amor perfecto y breve como un soneto de Góngora, la certeza fatal (pero rabiosa dentro de la fatalidad) de que sólo se vive una vez. Con repentino valor decidió que no iba a morir. Dice que dijo ahora o nunca y volvió a la superficie. El ascenso le pareció interminable; mantenerse a flote, casi insoportable, pero lo consiguió. Esa tarde aprendió a nadar sin brazos, como una anguila o como una serpiente. Matarse, dijo, en esta coyuntura sociopolítica, es absurdo y redundante. Mejor convertirse en poeta secreto.

A partir de entonces comenzó a pintar (con la boca y con los pies), comenzó a bailar, comenzó a escribir poemas y cartas de amor, comenzó a tocar instrumentos y a componer canciones (una foto nos lo muestra tocando el piano con los dedos de los pies; el artista mira a la cámara y  sonríe), comenzó a ahorrar dinero para marcharse de Chile.

Le costó pero al final se pudo ir. La vida en Europa, por supuesto, no fue mucho más fácil. Durante un tiempo, años tal vez (aunque Lorenzo, más joven que yo y Bibiano y muchísimo más joven que Soto y Stein, salió de Chile cuando el alud del exilio había remitido), se ganó la vida como músico y bailarín callejero en ciudades de Holanda (que adoraba) y de Alemania y de Italia. Vivía en pensiones, en los sectores de la ciudad donde viven los emigrantes magrebíes o turcos o africanos, algunas temporadas felices en casas de amantes a los que terminaba abandonando o viceversa, y después de cada jornada de trabajo callejero, después de las copas en bares gay o de las sesiones ininterrumpidas en las cinematecas, Lorenzo (o Lorenza, como también le gustaba ser llamado) se encerraba en su cuarto y se dedicaba a pintar o a escribir. Durante muchos períodos de su vida vivió solo. Algunos se referían a él como la acróbata ermitaña. Los amigos le preguntaban cómo se limpiaba el culo después de hacer caca, cómo pagaba en la tienda de fruta, cómo guardaba el dinero, cómo cocinaba. Cómo, por Dios, podía vivir solo. Lorenzo contestaba a todas las preguntas y la respuesta, casi siempre, era el ingenio. Con ingenio uno o una se las apañaba para hacer de todo. Si Blaise Cendrars, por poner un ejemplo, con un solo brazo le podía ganar boxeando al más pintado, cómo no iba a ser él capaz de limpiarse —y muy bien- su culo después de cagar.

En Alemania, tierra curiosa pero que a menudo producía escalofríos, se compró unas prótesis. Parecían brazos de verdad y le gustaron más que nada por la sensación de ciencia-ficción, de robótica, de sentirse ciborg que tenía cuando caminaba con las prótesis puestas. Visto desde lejos, por ejemplo avanzando al encuentro de un amigo en un horizonte violeta, parecía que tenía brazos de verdad. Pero se los quitaba cuando trabajaba en la calle y a sus amantes, aquellos que no sabían que se trataba de prótesis, lo primero que les decía era que carecía de brazos. A algunos, incluso, les gustaba más así, sin brazos.

Poco antes de la magna Olimpiada de Barcelona, un actor o una actriz catalana o un grupo de actores catalanes de viaje por Alemania lo vieron actuar en la calle, tal vez en un teatro pequeño, y se lo contaron al encargado de buscar a alguien que encarnara a Petra, el personaje de Mariscal y mascota o tal vez más acertadamente emblema de las pruebas paraolímpicas que se hicieron inmediatamente después. Dicen que cuando Mariscal lo vio embutido en el traje de Petra, haciendo virguerías con las piernas como un bailarín esquizofrénico del Bolshoi, dijo: es la Petra de mis sueños. (Dicen que Mariscal es así de escueto.) Después, cuando hablaron, un Mariscal fascinado le ofreció a Lorenzo su estudio para que se viniera a Barcelona a pintar, a escribir, a lo que fuera. (Dicen que es así de generoso.) En realidad, Lorenzo o Lorenza no necesitaba el estudio de Mariscal para ser más feliz de lo que fue durante la celebración de los Juegos Paraolímpicos. Desde el primer día se convirtió en el favorito de la prensa, las entrevistas le llovían, parecía que Petra estaba eclipsando al mismísimo Coby. Por aquel entonces yo estaba internado en el Hospital Valle Hebrón de Barcelona con el hígado hecho polvo y me enteraba de sus triunfos, de sus chistes, de sus anécdotas, leyendo dos o tres periódicos diariamente. A veces, leyendo sus entrevistas, me daban ataques de risa. Otras veces me ponía a llorar. También lo vi en la televisión. Hacía muy bien su papel.


Tres años después supe que había muerto de sida. La persona que me lo dijo no sabía si en Alemania o en Sudamérica (no sabía que era chileno).



viernes, 19 de julio de 2013

El circo - Leopoldo María Panero




Dos atletas saltan de un lado a otro de mi alma
lanzando gritos y bromeando acerca de la vida:
y no sé sus nombres. Y en mi alma vacía escucho siempre
cómo se balancean los trapecios. Dos
atletas saltan de un lado a otro de mi alma
contentos de que esté tan vacía.
Y oigo
oigo en el espacio sonidos
una y otra vez el chirriar de los trapecios
una y otra vez.
Una mujer sin rostro canta de pie sobre mi alma,
una mujer sin rostro sobre mi alma en el suelo,
mi alma, mi alma: y repito esa palabra
no sé si como un niño llamando a su madre a la luz,
en confusos sonidos y con llantos, o bien simplemente
para hacer ver que no tiene sentido.
Mi alma. Mi alma
es como tierra dura que pisotean sin verla
caballos y carrozas y pies, y seres
que no existen y de cuyos ojos
mana mi sangre hoy, ayer, mañana. Seres
sin cabeza cantarán sobre mi tumba
una canción incomprensible.
Y se repartirán los huesos de mi alma.
Mi alma.
               Mi hermano muerto fuma un cigarrillo junto a mí.